LAS REPÚBLICAS MERCANTILES DE GÉNOVA Y LAS PROVINCIAS UNIDAS ANTE EL CONFLICTO HISPANOFRANCÉS POR LA HEGEMONÍA (1635-1659)
La pretensión tanto de la
Monarquía Hispánica como de Francia por el control directo o indirecto de
Europa fue una constante en el continente durante la Edad Moderna. Así bien, sendos
modelos de control eran totalmente contrarios, fruto de la política tradicional
de cada uno de los reinos. La Monarquía sostuvo su clásico modelo polisinodial basado
en el respeto a las instituciones y patrones jurídico-políticos de los
territorios que la formaban; en el lado contrario, Francia desarrolló una
expresiva política de centralismo férreo, con control de los territorios patrimoniales
y los influenciados.
A la hora de actuar fuera de
sus reinos, tanto el monarca Católico, como el Cristianísimo rey, explotaron
tales modelos, más si cabe en estados y repúblicas bajo su predominio. De este
tipo de territorios satélite son Génova y las Provincias Unidas. En el proceso
bélico acaecido entre 1635 y la firma de la Paz de los Pirineos de 1659 entre
ambas monarquías, la presencia en las pequeñas repúblicas era crucial, pues
estas representaban puntos de autoridad de una u otra potencia, para las que se
aplicó, más si cabe, las políticas características de cada una de las monarquías.
La Monarquía Hispánica deseaba continuar con sus planes tradicionales de
respeto y negociación con sus territorios, obviando el “traspiés absolutista”
del conde-duque de Olivares, que puso en peligro la sólida integridad de la
Monarquía e introdujo las revueltas, no de repúblicas y reinos amparados, sino de
los reinos y territorios base de esta, los patrimoniales de la península. Por
ello, con esta decisión, se acataron las fórmulas tradicionales de estas
repúblicas, siendo el modus operandi
del monarca Católico, quien confería el derecho divino de soberanía al pueblo, teniendo
la potestad de retirar su lealtad a quien incurriera en una ausencia de respeto
a los órganos de poder locales; así, dentro del rompecabezas que conformaba la
Monarquía, en el que las responsabilidades administrativas y judiciales
dependían de cada uno de los territorios, el acatamiento al marco
jurídico-político era base, amén de la necesidad, a mayores, del uso la
diplomacia, la benevolencia y las redes clientelares en algunos lugares en
particular.
Frente a la Monarquía, el
reino de Francia presentaba una política mucho más estricta, fruto paulatino de
los conflictos civiles que consiguieron reforzar a la corona sobre cualquier
enemigo interno. Las guerras de religión primero, y las Frondas después
consiguieron que la institución regia se sobrepusiera sobre cualquier poder,
derivando así en una solidez extrema del poder real en Francia alcanzado, no a
través de las concesiones y la diplomacia, sino de la guerra interna, más
destructiva pero más eficaz.
A partir de aquí, el clima
político de Europa es un juego de apoyos en busca del mal menor, siendo en este
campo la Monarquía experta. Felipe IV apoyó en todo momento a los enemigos de
sus enemigos, como en las guerras internas en Francia, provocadas por las Frondas,
donde el debilitamiento del poder real era claro, siendo ocasión perfecta para el
apoyo a movimientos de carácter republicano como el parti de l’Ormée, tratando así de doblegar, más si cabe, a la hegemonía
interna de la corona francesa; el apoyo a los opositores de Guillermo de Orange
en las Provincias Unidas, o el soporte a la causa republicana inglesa contra
Carlos I Estuardo y el posterior reconocimiento de la soberanía parlamentaria
de esta nueva república son otras actuaciones del rey hispano frente a sus
enemigos, internamente debilitados. Con estas obras, la Monarquía consolidaba
su papel de abogada de los sistemas jurídico-políticos propios de los
territorios, además de anteponer su política de alianzas a la guerra religiosa,
puesto que la gran mayoría de los apoyos dados por el monarca eran a
movimientos de tinte reformado, que ponían en jaque la integridad política de
los territorios, pero que para nada afectaban a la Monarquía. La guerra
religiosa contra los herejes había pasado de ser prioridad máxima en el siglo
anterior, a cuasi inexistente en este periodo, aprovechando la influencia de
los reformados en los reinos enemigos para doblegar a estas monarquías desde
dentro.
Pero en este juego de
alianzas también cobraban gran importancia los territorios independientes e
influenciables, en los que también se tuvieron políticas claras y distintas de
acción. Si bien la Monarquía se decantó más por la promoción de las élites y la
burguesía comerciante de estas repúblicas mercantiles que eran Génova y
Provincias Unidas, Francia prefirió el beneficiar al común de estas, y evitar a
toda costa la introducción de los comercios extranjeros dentro de sus
territorios, marcados por un férreo proteccionismo. Dentro de este entramado,
influían en gran medida los devenires internos de cada estado, en los que el
poder estaba muy fraccionado y en los que la intromisión extranjera estaba a la
orden del día, por lo que el apoyo de una u otra parte de este cuerpo que
conformaban las repúblicas podrían dar unos u otros resultados. Si bien la
Serenísima, aliado tradicional de la Monarquía desde Carlos V, prefirió una
posición imparcial entre los dos reinos, las Provincias Unidas, enemigo
acérrimo hispánico debido a su confesionalidad y sus experiencias pasadas, pasó
a ser excelente aliado frente a la agresiva política expansionista del Rey Sol.
Las pequeñas repúblicas temían la absorción y pérdida de su independencia, por lo
que se introdujeron en esta guerra de apoyos para ver conservada su estructura
jurídico-política, y además, equilibrar las balanzas y evitar un poder
megalómano que dominara Europa. Para ello se conformó una desarrollada red de
legados y embajadores de las monarquías, con una labor de influencia y
descrédito al enemigo, amén de la principal tarea de negociación y toma de
acuerdos, con grandes atribuciones y cierta libertad de actuación; este sistema
de enviados tuvo que desarrollar su tarea en una multitud de escenarios, debida
a la disgregación del poder en las repúblicas, donde además de las órdenes
recibidas desde Madrid, debían incluso coordinarse con otros enviados hispanos
en otros territorios, como los embajadores en las Provincias Unidas, quienes
actuaban conjuntamente con los gobernadores de los Países Bajos, o los de
Génova, quienes se encargaban de organizar las diversas actuaciones de la
Monarquía en Italia.
De un modo, no subterráneo,
pero sí paralelo, las negociaciones entre los reinos y las pequeñas repúblicas
se desarrollaban gracias a las élites civiles y comerciales, tanto ligures como
neerlandesas, que activaban el papel de apoyo a la Monarquía. Si bien la
Serenísima tenía un acuerdo de condotta
desde el 1528 con Carlos V, esta estrecha relación entre ambos estados se vio
muy reforzada por la promoción que recibieron ciertas familias genovesas,
consiguiendo un poder económico y político que blindaba sus actuaciones, tanto
comerciales, como políticas, puesto que se reservaron ciertos cargos de manera
exclusiva para ellas, recibiendo a cambio la Monarquía un apoyo de carácter
financiero y naval. En relación con las Provincias Unidas ocurría algo similar,
pues si bien existía una embajada, con estrecha colaboración con el gobierno de
los Países Bajos, la relación con las familias de comerciantes judeoconversas o
directamente sefardíes, era un preciado recurso que la Monarquía aprovechaba,
dada la influencia de estos judíos por la Europa Boreal y su apoyo para las
campañas militares y el comercio ultramarino.
Las Relaciones entre la Monarquía y Génova
Tomando como ejemplo
concreto la Serenísima República de Génova, esta, como ya se ha dicho
previamente, tenía una especial relación con la Monarquía desde 1528, que se
fue continuando paulatinamente por la necesidad interestatal de ambas,
desarrollando un juego de “generosidad necesaria” entre ambas realidades, do ut des, puesto que, si la Monarquía
defendía a Génova, potencia muchísimo menor en materia militar, esta ofrecía al
rey Católico un poder económico que la Monarquía no tenía. Y es que la
relación, al menos comercial y la presencia de genoveses, no solo en los
territorios de europeos de la Monarquía, sino incluso en los reinos
peninsulares, eran una baza a favor de esta tradicional relación; tal es el
grado de introducción de los genoveses, que incluso se llegaron a promocionar
dentro de Castilla, con la asunción de cargos y hábitos de las Órdenes
Militares, no antes a cambio de un pago previo, con el desempeño de cargos
públicos, e incluso su naturalización, que eran producto de una permisividad de
la corona ante su patrocinio, pese a ser extranjeros, pero a cambio de una
valiosísima baza ligur, el crédito. Esto provocó que incluso se comenzaran a
introducir estos genoveses en los ámbitos nobiliarios, adquiriendo una nobleza
basada en los méritos, frente a la tradicional nobleza de sangre, una presencia
permanente en ciudades como Sevilla, y una actuación en política matrimonial
con la nobleza autóctona que les reforzase, tanto dentro como fuera de la
propia Castilla.
Con el devenir de los
tiempos, la República ligur fue potente aliada del rey Católico, pero el inicio
de la Guerra de Mantua por la sucesión del ducado afectó a Génova, la cual se
vio todavía más debilitada con la bancarrota que sufrió en 1627, y que dio paso
a la introducción de judíos en su monopolio crediticio con la Monarquía. La
república experimentó un proceso de estancamiento, que derivó en un desapego
con España, con su declaración de neutralidad en el conflicto franco-español, y
que permitió incluso la introducción de un enviado francés en la comuna,
rompiendo así el monopolio que tenía el monarca Católico; asimismo, la
Serenísima trató de centrarse en sí misma y dejar de depender en gran parte del
apoyo extraño, como era el que le brindaba la Monarquía, por lo que trató de explotar
su potencia interna, tratando de conseguir así una mayor autonomía. A esto se
debe añadir la intención de la República de nombrar a Nuestra Señora como
soberana de la comuna; esto no es nada más que una declaración de intenciones
del fin de la influencia española sobra ella, tomando con este nombramiento simbólico
una posición alejada tanto de España, su anterior tutora, como de Francia, que
estaba pendiente de Génova para introducirse. Era un aviso, Génova no tenía
señor, al menos en la tierra.
Diversas tensiones entre
ambos estados, culminadas con el embarco de la prometida del rey Mariana de
Austria por el puerto de Finale en vez de por Génova y la presencia española
allí, desembocó en el apresamiento de naves finalinas. Esto se tradujo en la
introducción de sanciones, como el embargo general de los bienes genoveses en
los territorios italianos de la Monarquía; la repuesta ligur no se dejó
esperar, trabando sus relaciones financieras con esta y buscando nuevos apoyos
en las potencias antagonistas, como Inglaterra, y dando pie a Francia para que
influyera a Génova en sus decisiones. Con la amenaza de implantar el embargo
genovés en Castilla, la Serenísima recapacitó e instauró una negociación, con
la que se aflojaron las relaciones con el monarca, amén de las consecuencias de
la reducción de la élite ligur por la epidemia de peste de los años centrales
del siglo XVII, que la llevó a romper con cualquier esperanza de emancipación.
La presencia de Luis XIV,
tanto en los territorios milaneses como en el Mediterráneo hizo que Génova
refrendara su condición de aliado del rey Católico en la Paz de los Pirineos de
1659.
La Realidad en las Provincias Unidas
El transcurso de las
relaciones entre la Monarquía Católica y las Provincias Unidas nada, o muy poco
tiene que ver con lo acontecido con Génova. Si bien en el momento en el que la
Monarquía comienza a interactuar positivamente con la república neerlandesa, la
diplomacia con Génova está congelada, o como mucho abierta en una tono
agresivo, lo que hace que el monarca necesite un nuevo aliado que cubra sus
necesidades tanto financieras, como navales. Las Provincias Unidas, desde su
separación de facto de los Países
Bajos Españoles en 1581, fueron conformando un territorio paulatinamente más
autónomo, lo que consiguió un reforzamiento en sus posibilidades económicas y
militares, no quedando obligad0s a depender de 0tros estados e instaurando un sólido
conglomerado mercantil. Esta fuerza comercial quedó presente en las dos
compañías privadas, la Compañía de las Indias Orientales (VOC) y la Compañía de
las Indias Occidentales (WIC) que trataron de erosionar el monopolio hispano en
el comercio con las Indias, aprovechando el bloqueo y embargos de la Monarquía,
actuando de manera independiente, con papel cuasi diplomático y con apoyo del
Príncipe de Orange, frente a la posibilidad del reconocimiento de independencia
que podía hacer el monarca Católico.
Las hostilidades en Europa
entre las dos potencias hispánica y francesa inmiscuyeron, por supuesto, a la
república neerlandesa, la cual se vio obligada a participar aprovechando los
malos tiempos de la Monarquía, que se tradujeron en victorias como la de Las
Dunas en 1639, pero el avance de Luis XIV hizo peligrar su total independencia,
por lo que las Provincias Unidas trataron un entendimiento con Felipe IV; la Revolta catalana y la Restauração de Portugal en 1640, la
muerte del heredero universal de la Monarquía en 1646 y la pérdida ante Francia
de Dunquerque hizo que ambos territorios participaran en una paz que reforzara
su alianza ante los graves problemas acaecidos, desembocando en la Paz de
Münster (1648). La Monarquía reconocía la plena soberanía de las Provincias
Unidas. La participación del Príncipe de Orange en la interposición de este
acuerdo y su posterior fallecimiento permitió una actuación autónoma de los
regentes, llegando incluso a una exclusión del Estatúder en los temas de
gobierno.
Las consecuencias, sobre
todo de carácter comercial, que beneficiaban altamente a los neerlandeses y que
llegaban a poner en jaque el total monopolio hispánico de las Indias, se
tradujeron en un apoyo de carácter naval y financiero al rey Católico, pero no
se pasó más allá, quedando en nada el intento español de acuerdo entre ambos
estados frente a Francia. El reforzamiento neerlandés derivado de estas
negociaciones se tradujo en una contienda frente a Inglaterra, la Primera
Guerra Anglo-Neerlandesa, que tuvo consecuencias para la Monarquía, quien pese
a permanecer neutral, sufrió las presencias inglesas que trataron de atacar sus
territorios ultramarinos, lo que provocó una colaboración entre los neerlandeses
y los españoles frente a estas ofensivas, rompiendo con la supuesta neutralidad
de sus gobiernos, y contra la presencia del corso francés en el Mediterráneo
español.
Si bien las Provincias
Unidas debían poner gran atención a la Europa Boreal, concretamente en el
Báltico, escenario clave para el comercio básico de la república en el que se
vivía una contienda entre Inglaterra y Francia en apoyo de Suecia, frente a
Dinamarca, aliado de las Provincias, en la otra parte de Europa, Portugal
iniciaba su resurgimiento, tratando de recuperar colonias en las que los
neerlandeses tenían presencia, como Brasil o Ceilán, sufriendo el puerto de
Lisboa un bloqueo neerlandés que permitió al monarca Católico emprender
campañas en territorio portugués. Esta alianza trató de reforzarse, en contra
de los ingleses y franceses, pero tanto la firma de la Paz de los Pirineos, que
terminó con las hostilidades franco-hispanas, como el acuerdo entre Francia,
Inglaterra y las Provincias Unidas que aseguraba la libre circulación en el
Báltico, llevó a un enfriamiento de las relaciones hispano-neerlandesas.
Como conclusión, si bien la
Monarquía Hispánica por tradición basó su política, tanto interna como externa
en un respeto del marco jurídico-político de sus territorios, la presencia
amenazadora de Francia fue un revulsivo para sus alianzas externas. Por un
lado, Génova, tradicional aliado del rey Católico decidió metamorfosearse en
una entidad autónoma e independiente de cualquier potencia extraña, en
detrimento de la Monarquía, quien debido a su poder la instó a regresar a su
seno; en el lado contrario, las Provincias Unidas, tradicional enemigo de
Madrid, terminó por conformar alianzas que desembocaron en un reconocimiento de
independencia con la Paz de Münster.
La base para las alanzas
hispanas no tuvieron un móvil más allá de la necesidad, tanto de la Monarquía
como de los restantes territorios, siendo la base de estos el do ut des, bandera que se impuso sobre
los problemas previos, y que movieron al rey Católico a buscar aliados
financieros y navales a los que brindarles seguridad y protección frente a
otras grandes potencias, sobre todo la agresiva Francia del Rey Sol, la cual
ponía en jaque ese marco jurídico-político autónomo de estas pequeñas
repúblicas.
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